Corría 2022 y me encontraba disertando en el foro del Instituto Argentino de Ejecutivos de Finanzas (IAEF). Eran tiempos de pospandemia y reinaba la incertidumbre, doméstica y global. Existía gran temor a un rebrote del Covid, China desaceleraba su actividad, escalaba la tragedia entre Rusia y Ucrania, y se esperaba suba de tasas de la Reserva Federal para atenuar el efecto inflacionario de la superemisión monetaria realizada en pandemia. Un amigo me sugirió hacer arte de este popurrí de adversidades resumiendo tal desconcierto en una imagen y pocas palabras para ese auditorio sofisticado. Y así lo hice. Coloqué una foto de Les Luthiers como inicio de mi presentación económica con una célebre frase del grupo que resumía con precisión la situación global: “La confusión está clarísima”.
La crisis de la pandemia se expandió desde una amenaza de salud pública a un escenario de alto riesgo por la incertidumbre que se incubaba. La conminación de lo incierto explotó, confundiendo y obstruyendo la toma de decisiones en gobiernos, bancos, empresas y familias. Por esos días acuñé una expresión utilizada hoy por el periodismo económico: “incierto es peor que malo”. Esto es, conocida una adversidad, se puede diseñar un plan, ya sea para solucionar, mejorar o atenuar el impacto. En cambio, la incerteza paraliza, detiene, corroe la iniciativa, obtura el impulso a la defensa, porque cualquier reacción, en ausencia de brújula, puede alejarnos aún más del objetivo. Mucho peor que estar enfermo es estar enfermo y no saberlo.
Sin embargo, esta máxima surgida en una realidad empañada por el desconcierto del Covid ha cobrado hoy mayor significatividad y aplica para el contexto actual, quizás aún más complejo que el de pospandemia y de final más abierto. Habiendo pasado un tiempo de aquel encierro y parálisis, lo incierto no solo no se ha disipado, sino que se agrava y extiende adquiriendo un nuevo formato, mutando ahora su dinámica de confusión e incertezas hacia conflictos ideológicos, religiosos, comerciales y bélicos.
Lo más preocupante de esta nueva fase de lo que podríamos llamar “la década de la incertidumbre” no son solo las decisiones de política que se toman con un alto grado de enjundia, casi ira, sino que muchas de ellas surgen de serios errores de diagnóstico que desafían abiertamente el conocimiento científico. Solucionar problemas siempre es difícil, pero es claramente imposible partiendo de diagnósticos incorrectos.
Un déficit de balanza comercial nunca se corrige con mayores tarifas o cerrando el comercio. Esto significa un retroceso al mercantilismo del siglo XIX. Interpretar que el desequilibrio comercial de un producto es “subsidiar” a quien nos lo suministra es desafiar los principios más básicos de la ciencia económica. Es como razonar que “subsidiamos” al verdulero del barrio por comprarle tomates, pudiendo resignar parte de nuestras actividades para producir una huerta en casa. Hace más de 3000 años que los fenicios descubrieron en el Mediterráneo que comercio e intercambio de habilidades entre aldeas acuñaba la semilla de la prosperidad que siglos después la teoría económica convertiría en dogma.
Con desconcierto, analistas e inversores observan atónitos al mundo precipitarse hacia una guerra de barreras y aranceles sin cuartel, temiendo por sus consecuencias e intentando elucubrar qué hay detrás de esta dinámica global: errores de concepto, discurso político para sociedades hastiadas o solo una forma hostil de negociar. Tal perplejidad incuba riesgos, el fantasma de una estanflación global que sobrevuela mercados, mientras especialistas económicos azorados postergan nuevamente decisiones observando cómo discurren los eventos.
¿Es posible una recesión combinada con inflación en economías desarrolladas como consecuencia de políticas inapropiadas? Mayores aranceles a las importaciones, más déficit fiscal, deuda creciente, envejecimiento poblacional y alza de costos laborales por restricciones crecientes a la inmigración inducen a un mayor costo de vida y una desaceleración de la actividad, dándole forma a la tan temida estanflación. Para completar este “vodevil” de incertezas se dispararon ventas de activos que llevaron a una depreciación del dólar y suba de tasas en los bonos, revelando una desconfianza que crece hacia lo que otrora fue refugio en turbulencias. El incordio golpea también la puerta de la Reserva Federal, envuelta en una “dualidad shakespeariana de Hamlet” para la tasa de interés. Esto es, subirla para atacar la inflación induciría una mayor desaceleración económica, mientras que una reducción podría propagar una suba de precios inquietante. Por si fuera poco, todo esto transcurre en paralelo a conflictos bélicos que lejos de retraerse se expanden, lo que conducirá al mundo a escenarios de mayor escasez e incertidumbre en el suministro de commodities, la tan temida escasez de alimentos y energía típica de períodos bélicos parece acercarse temerariamente.
Europa observa con preocupación cómo sus fuentes de suministro de granos y energía se tornan impredecibles, no solo ante la extensión inesperada del conflicto europeo, sino que se expande hacia Medio Oriente, la India y Pakistán, la siempre latente fragilidad de Asia por la vieja disputa entre China, Taiwán y la indescifrable Corea del Norte. La confusión está clarísima.
Ahora bien, la diferencia entre estos dos escenarios inciertos, el del Covid y el actual, no es menor. La crisis de la pospandemia cobraba vigor en una incertidumbre explicada por un exceso de oferta, miles de aviones en tierra, millones de automóviles y maquinarias detenidas que hacían temer por cuál sería la salida para una economía global que dejaba de producir por un exceso de stocks que alcanzó su máxima expresión con precios negativos para los futuros del petróleo en 2021. Una crisis de oferta.
Sin embargo, la crisis de incertidumbre actual es de mayor fragilidad: posee una diferencia radical con la anterior, esta es, una crisis de escasez, de demanda, de suministros potenciales muy a riesgo, que dinamizan la competencia de las grandes potencias por asegurarse proveedores confiables de energía y alimentos, que dispara un vector de conflicto comercial de final incierto entre Europa, Estados Unidos y China. Las incertezas de hoy revelan angustia de escasez, ya no de abundancia y capacidad ociosa.
¿Es indiferente esto para la Argentina? Nuestro potencial de energía, minería, alimentos, capital humano y el factor global más escaso hoy, la paz en nuestra región, nos posiciona en una situación de privilegio. Claro que transformar estas ventajas competitivas en prosperidad requiere capital, algo escaso por nuestras tierras y peor aún en un mundo incierto e impredecible. Décadas de políticas incorrectas y diagnósticos errados derraparon no solo en 63% de pobreza infantil, sino también en una desconfianza que nos aleja de inversores y mercados de capitales. Es hora de entender que el planeta nos da una nueva oportunidad, pero debemos aceptar la vigencia del conocimiento científico y terminar con décadas de improvisación que nos trajeron hasta aquí. Créanme, los precios “no se resuelven conversando” y la emisión monetaria en exceso produce inflación y pobreza.ß
Economista. Profesor en la UNLP y en la Universidad Torcuato Di Tella