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Mundos íntimos. Nadar 100 kilómetros en aguas heladas: un desafío personal y un homenaje público a los marinos del ARA San Juan

Ese domingo a las seis de la mañana me desperté y me fui poniendo en movimiento. Sabía por qué estaba ahí y lo que tenía que hacer. Tomé un café dentro de la carpa, comí lo que había llevado para desayunar y salí a ver el amanecer casi sin nubes, sin una gota viento. Sería un día especial, unas condiciones inmejorables para la aventura propuesta.


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¿Quién dijo miedo?

Estaba a orillas del Río Santa Cruz, en medio de la estepa patagónica y, junto a otros 17 nadadores, a punto de emprender una travesía a nado de 100 kilómetros. No tenía miedo, aunque sí un montón de dudas. Me preguntaba si sería capaz de hacerlo, si el entrenamiento y la preparación habrían sido adecuados, si mi cuerpo y mi cabeza iban a tolerar el agua fría durante las diez horas que tenía por delante.

Nado desde que soy chica. Una vez que aprendí, nunca dejé de hacerlo. Hace doce años empecé a incursionar en el mundo de las aguas abiertas y desde entonces no volví a ser la misma. Cada verano se presentan nuevas propuestas y cada vez busco otros desafíos y aventuras para poder ir siempre un poco más allá. Compañeros de trabajo, colegas e incluso familiares no comprenden este deseo que nos mueve a los nadadores. Seguramente por eso, desde hace ya varios años, la mayor parte de mis amistades y de mi círculo social es gente del agua (¡hasta un novio nadador me conseguí!).


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Brazadas liberadoras

Si bien tenía experiencias nadando durante varias horas, las veces anteriores lo había hecho siempre en aguas más cálidas. Había nadado en aguas patagónicas, pero nunca habían sido más de tres horas. En los meses previos había ensayado inmersiones en agua con hielo en una bañera y venía duchándome hacía tiempo con agua fría. El traje que se utiliza es de neopreno, cubre todo el cuerpo salvo pies, manos y cabeza. Además usé medias, guantes y capucha. Lo único que queda descubierto es la cara. ¿La temperatura del agua? Entre 7 y 10 grados.

Soledad La Fico Guzzo llega al final del recorrido. Detrás suyo, uno de los organizadores, Julio Gaitán.

Cuando a fines del año pasado tomé contacto con los organizadores del «Desafío Héroes del ARA San Juan», organizado por el Grupo Master del Club Hispano Americano de Río Gallegos, sonaba realmente desafiante nadar 100 kilómetros con el propósito de homenajear a los 44 tripulantes que perdieron su vida en el Mar Argentino en noviembre de 2017. Gerardo, mi entrenador, me dio la confianza que necesitaba. Convencí a Tomás, mi pareja, de sumarse a la aventura, aunque sea para un tramo. Y me decidí. La fecha fijada era el domingo 23 de marzo y se trataba de ir desde la estancia La Marina hacia la Isla Pavón, sobre el río Santa Cruz.

El día anterior nos reunimos en la localidad de Luis Piedrabuena los 100 nadadores que seríamos parte de la travesía. Dieciocho nadaríamos 100 kilómetros. Otro grupo de veinte personas nadarían 50 kilómetros. Y el resto se repartían en dos grupos que nadarían 20 y 10 kilómetros. Habíamos llegado desde distintos puntos del país, aunque la mayoría eran patagónicos. Con algunos habíamos compartido carreras o travesías en ocasiones anteriores, con otros habíamos estado en contacto por redes sociales, con otros era la primera vez que nos veíamos. El clima era de fiesta. Reencuentros, abrazos, risas, anécdotas, recomendaciones, saludos de aquí y de allá, fotos para el recuerdo.

El grupo de Soledad La Fico Guzzo nadando hacia la isla Pavón, enfrente de la localidad Cte. Luis Piedrabuena.

El punto de largada previsto era la estancia 100 kilómetros río arriba. Llegar hasta ese lugar por tierra ya fue una odisea. Anduvimos dos horas por caminos de ripio y después otras dos horas más por huellones solo transitables en camionetas. Atravesamos estancias, lechos de ríos secos, kilómetros y kilómetros sin ver un alma, sin un cartel indicador y por supuesto sin señal en los celulares para pedir referencias. La camioneta que guiaba la caravana equivocó el camino un par de veces. En la camioneta que iba yo el conductor protestaba y los demás nos reíamos, quizá para aliviar cierta tensión ante lo que nos esperaba.

Antes del atardecer llegamos a un campamento donde nos estaban esperando con algunos fueguitos y un guiso caliente. En esa pequeña gran comunidad cada uno de nosotros hacíamos nuestro mejor esfuerzo para que esa noche previa al desafío fuera especial y memorable. El cielo de miles de estrellas y la calma brisa anunciaban una noche tranquila. Dormí entrecortado, no tenía un colchón, pero por suerte no hacía mucho frío.

Alrededor de las ocho los nadadores fuimos entrando al agua lentamente, sin apuros ni movimientos bruscos, respirando profundo para que el cuerpo vaya acomodándose al agua fría. Los dieciocho nadadores que iniciamos el recorrido nos dividimos en tres cardúmenes. En mi grupo éramos inicialmente seis: Anita, Pablo, Lucía, Valeria, Rocío y yo. Teníamos que seguir a una lancha de referencia en la que iban nuestras provisiones y nuestros acompañantes, quienes nos asistirían a lo largo del recorrido. Entre los nadadores el clima era de camaradería y solidaridad. A cada rato nos preguntábamos «¿venís bien?, ¿necesitás algo?». Nos esperábamos cuando alguno se demoraba unos metros. Las corrientes, los remolinos, la irregularidad del terreno hacían que dos nadadores, ubicados uno a un metro del otro, avanzáramos a distintas velocidades. Esto era motivo de risas y asombro permanente.

Por momentos nos colgábamos de la boya de seguridad que cada cual llevaba atada a la cintura y nos dejábamos arrastrar por la corriente. Con la cabeza fuera del agua íbamos disfrutando del sol e intercambiando miradas con algún guanaco, una liebre o un choique que nos observaban sorprendidos desde la orilla.

El Río Santa Cruz es un río caudaloso, turquesa, limpio y frío. Es agua del glaciar que viaja hacia el mar y en su camino atraviesa estancias en la estepa patagónica, se mete en cañadones entre las mesetas grises o marrones, forma rápidos y remolinos. La belleza del lugar es deslumbrante.

Al llegar a la mitad del recorrido se nos uniría el grupo que nadaba 50 kilómetros. Ahí tuvimos que salir un rato del agua. Aproveché a sacarme los guantes, la gorra y los tapones en los oídos que me venían torturando. Tomé una sopa instantánea y comí unas galletas saladas que había llevado como almuerzo. Y también tuve tiempo de abrazarme un rato con Tomás, listo para zambullirse junto con el nuevo pelotón.

Después de este recreo la vuelta al agua fría fue más dura que el ingreso de la mañana. Pasado el momento difícil, al rato volvieron las sensaciones placenteras. También empezaron algunas molestias musculares (normales, esperables): después de nadar seis o siete horas los guantes de neopreno pesan como si fueran de boxeo, girar el cuello para respirar y levantar la cabeza para orientarse cuesta el doble. En un tramo que el río se ensanchó bastante perdí de vista a mi grupo. Un kayak de apoyo me remolcó unos 200 o 300 metros y me acercó hasta mi embarcación de referencia.

Avanzamos otro rato hasta que encontramos al grupo de los que nadarían 20 kilómetros. Ese fue un momento muy lindo del recorrido. La algarabía de quienes entraron al agua se sumaba a la alegría de quienes veníamos nadando. Eso significaba que ya habíamos nadado cerca de 80 kilómetros y que faltaban poco para llegar. Ahí empezó para mí la mezcla de sensaciones. Un poco por cansancio y otro poco por disfrutar, me fui dejando llevar por la corriente algunos tramos, me subí las lentes para apreciar mejor el paisaje, para ver el despliegue de embarcaciones y nadadores que formábamos manchas de colores contrastantes con el turquesa del río. Pensaba en las personas que siempre me acompañan en mi cabeza mientras nado, repasaba mentalmente los muchos motivos para agradecer y trataba de identificar las emociones del momento.

Sin darme cuenta, estaba nadando con otro grupo que no era el mío. Y a esa altura, la verdad, ya no me importó: estaba segura de que todos estábamos encaminados y disfrutando del paseo, cada uno a su manera, con sus pensamientos y sensaciones, construyendo sus recuerdos personales y grupales.

La caja plástica con mis raciones de alimento e hidratación llegó a la lancha que acompañaba a este nuevo grupo sin que yo tuviera que pedirlo. Tan coordinados y comunicados estaban entre los timoneles y acompañantes que en todo momento me sentí cuidada. La confianza en el equipo de apoyo, cuando una está sumergida en el agua y a merced de la naturaleza es un factor determinante. La natación, se suele decir, es un deporte individual. Quienes lo dicen es porque no conocen el secreto de las aguas abiertas: siempre es con otros, dentro y fuera del agua. Podemos nadar un rato solos, pero no vamos a llegar lejos.

Noté que en este nuevo grupo todos eran más jóvenes que yo y eso me dio una energía adicional. Iban riéndose, veía alegría en sus caras. Para algunos, era la primera vez en aguas abiertas.

Cuando faltaban 10 kilómetros para llegar a la meta ingresó al agua el último pelotón de nadadores y el paisaje se transformó. Había algunos islotes, aparecieron unas casas a la vera del río, después otras. Unas familias que pescaban nos saludaban desde la orilla y sacaban fotos, nos gritaban y agitaban los brazos, devolvíamos los saludos. Faltaban pocos minutos para terminar y las distintas emociones me invadían. Recordé el propósito de esta travesía: homenajear a las víctimas del ARA San Juan y reclamar justicia. Y fue entonces cuando me empezaron a brotar las lágrimas y se me inundaron las antiparras. Por otra parte, estaba cumpliendo un objetivo personal muy deseado. Estaba logrando algo que pocas personas habían hecho antes que yo.

Últimos metros, momento de prestar atención a las indicaciones para la llegada. Ahí está el muelle blanco, ya veo un montón de personas en la orilla. Gritos, aplausos, brazos en alto. Identifico a Julio, uno de los organizadores con quien más contacto había tenido en la previa, con el agua a las rodillas que cuando me ve grita «¡Es otra de los 100, es otra mujer! ¡Es Sole de Buenos Aires!» Me ayuda a incorporarme, nos fundimos en un abrazo, lloro con ganas, me toma la emoción contenida durante tantas horas. Él también está emocionado y me dice «Te dije que valía la pena, ¿viste?». A lo que sólo pude responder «Cada segundo… gracias».

En ese instante me supe una privilegiada y me sentí plena por un rato. Los temores de los días y las horas previas a la largada se me volvían una anécdota para contar. Llegaba para mí el final de un capítulo, mientras daba vuelta la página en busca de una nueva aventura.

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